Publicado en el "Boletín de Noticias de El Bonillo" Diciembre/2010
Era por pascua. La casca fermentada hervía lentamente en calderas de cobre estañadas, lanzando efluvios de vapor, rindiendo culto a Baco. El aguardiente fluía denso y transparente en bombonas forradas de tomizas de esparto.
Llegaba la Pura y los camales, colgados-descansados, esperaban la faena del diestro matachín. El pueblo quedaba impregnado de olor a cebollas cocidas, especias, gachas, ajo pringue y catas de fritorio del “mataero”.
Vecinos afanados entraban y salían, deshaciendo -porte a porte- un cerro de leña de carrasca y chasca fina. Cortezas y hojarascas, barridas de la calle, avivaban el sagato y subían -con copas de cazalla- colores en mejillas.
Pasaba la Pura y las calles, envueltas en niebla glasé, se llenaban de palillas que olían a gloria bendita, cuchiflitos, mantecados, suspiros, tortas de naranja y de manteca -con chicharras-, para calentar al oro de la lumbre.
Sonidos idiófonos de zambombas, pandero, botella y almirez, anunciaban, en las misas de gozos, que la Pascua estaba al caer.
El pastor en su “Rieju” -piloto noctámbulo- vestido con morral, zamarra y mono, desafiaba -calle Magdalena- navajas punzantes en forma de chupetes y al mismo Terne, en el 70, camino de Albacete.
Son las doce y el culo de la pila del corral es un témpano sin retorno, hoy tampoco se deshace.
Una algarabía de niños envueltos con verdugos tapabocas -de vaho helado-, cartera y notas en mano, corrían a sus casas con las manos gélidas, en busca del rescoldo de la estufa.
El hervor del puchero levantaba panecillos de un potaje inmerso en reflejos de azafrán -a destiempo, no es viernes santo-, y anuncia que Dios, antes de morir, tiene que nacer.
Los primeros hielos alertaban de la llegada del invierno y el cierzo traía frío en forma de chuscas de nieve, cuajando, poco a poco, las ramas de un pimpollo de sabina -plantado en medio de la plaza-, rodeado de mortecinas luces amarillas.
La madre daba forma a una rama de barda estrellada, para cobijar el Misterio del Dios de los hombres. La abuela liaba entre sus manos una oveja de algodón en rama y a la par canturreaba un aguilandero de versos imposibles que nadie escribió, de aquellos que aprendió de los labios de su madre, tal como lo cantaron los pastores -hace más de dos mil años- al niño Manuel:
“Pues dígale algo, pues que le diré,
capotes sin mangas, yo se las pondré..”
Felices pascuas.
© Ramón Fernández Chillerón
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