sábado, 31 de agosto de 2013

FELICIDADES LUIS ALBERTO

El pasado 23 de agosto Luis Alberto Martínez, titular de la farmacia de la calle Magdalena, junto a familiares y amigos realizó un bonito acto de celebración del centenario aniversario de la farmacia que actualmente regenta.
El acto fue dirigido y presentado por Felix, trabajador de la farmacia, en una calle engalanada para la ocasión, donde no faltó ni la tradicional cuerva manchega. Luis Alberto agradeció publicamente la gran asistencia de público, autoridades, asociaciones locales y amigos. Emocionado felicitó a sus padres por los cincuenta años de servicio público, indicando que junto a su fundador han sido uno de los pilares fundamentales de la farmacia, siendo los mismos homenajeados durante el acto.
Durante el mismo Maria Gloria Fernández Mora recitó- unos poemas de rebotica y el que suscribe estos renglones trató de recordar los cien años de farmacia en El Bonillo vinculados a diversos acontecimientos históricos de los que fue testigo la calle Magdalena.
El acto fue clausurado por la Presidenta del Colegio Oficial de Farmaceúticos de Albacete, doña Rosa López-Torres.
Los asistentes dejaron sus felicitaciones en un libro de firmas dispuesto en un atril junto al acceso a la farmacia.
Al finalizar el acto se sirvió un vino de honor en la cafetería Minerva para los asistentes.
Felicidades Luis Alberto, pues los aniversarios son para conmemoralos  y conmemorar es recordar y recordar es hacer memoria, memoria de un tiempo que fue, y así mediante recuerdos y añoranzas evitamos que el pasado caiga en el olvido. Felicidades Luis Alberto
Don José Martínez, titular de la farmacia durante cincuenta años


Cumple un siglo la farmacia de calle Magdalena


En el año 1711 ya existía una importante botica en el pueblo, la misma era regentada por el boticario don Juan Alvarez, donde se dispensaba un gran número de preparados y recetas: aceites, purgantes, elixires, emplastos, gomas, sales, trociscos, unguentos etc. además contaba con una notable biblioteca, entre sus volúmenes se encontraban obras de farmacopea y ciencias experimentales, un curso químico del francés Nicolas Lemery, Boticario Real, y varios tratados de farmacopea Valentina y de Leache.

Para el año 1752, en el Catastro del Marqués de la Ensenada, figuran dos boticas en el pueblo, las cuales eran regentadas por boticarios aprobados: don Diego Ruiz Melgarejo, al que se le regulaba de utilidad anual 9000 reales, y don Juan Francisco Ramirez al que se le regulaba 6500 reales, -un maestro herrero, de obras o carretero cobraba cinco reales diarios-, ¡como para ponerse malo!

En el año 1876 en el diario “El Imparcial” se anunciaba que en la botica de El Bonillo, propiedad de don Calixto Grueso, se expedía Café Nervino Medicinal, de receta arabe, y siete años después, el día primero de octubre de 1883, en ese mismo diario se anunciaba la venta de la botica del pueblo. Se enajenaba al contado por tener que ausentarse su dueño; el precio equivalía a la caja del despacho anual, 6000 de las antiguas pesetas, 24000 reales, unos 36 euros. Para mayor información los compradores debían de dirigirse a un tal Miguel Muñoz, y así en agosto de 1890 ya figura como licenciado de la misma don Daniel Céspedes, que precisaba de regente para atenderla.

A principios del siglo XX la botica se localizaba en la calle Contreras, en la esquina opuesta a la fonda de Santiago -antigua fonda de la Gabina-, y era regentada por la familia Aparicio, por un tío de Candida Aparicio, “las médicas”. Desconozco hasta que año la regentó, pues para marzo de 1910, en el diario “El Siglo Futuro”, se ofrecía la vacante de plaza de farmaceútico titular de El Bonillo con sueldo anual de 750 pesetas, y para el año 1913 figura como titular de la farmacia el licenciado D. Martín Calero Carpintero, que cursó estudios de Farmacia en la Universidad de Madrid, estableciéndo el despacho en la calle de La Magdalena, en el mismo lugar que se encuentra ubicada en la actualidad.

Don Martín no tuvo hijos y regentó la farmacia hasta el año 1958. Cuando viajaba en el “Terne” a la capital reservaba -el día de antes- el primer asiento y dada las características de su trabajo, que le permitía no tener que madrugar, comentaba a mi suegro -que era el conductor del autobus- “Cortes: los únicos días que veo salir el sol es cuando voy a Albacete”.

Don Martín, rodeado del botamen de farmacia, entre frascos, botes, pipetas, morteros y recipientes, elaboraba unguentos, aceites, comprimidos, alcoholes, bálsamos, etc. para su distinguida clientela. Escribía don Enrique Játiva, con ese humor manchego que le caracterizaba, que un día se presentó en la farmacia una criada a la que le había pegado su novio unas “purgaciones” y cuando dió la receta del médico para que le despachara el boticario, dijo “son pa mi señorita, sabe usted”, y don Martin se quedó haciendo cruces.

En los años 50 en la placeta de La Pura se abrió una nueva farmacia en el pueblo, la de don Joaquín Utrilla, que estuvo funcionando hasta la década de los años 70 del pasado siglo, pero esa es otra historia.


Martin Calero Carpintero
Y fue en el año 1958 cuando don José Martínez García, sobrino nieto de don Martin, se hizo cargo de la farmacia de la calle Magdalena. Casado con doña Petra, también farmacéutica, atendieron la farmacia durante medio siglo, hasta el año 2008, año en el que don José se jubiló, dedicando toda su vida -con pasión- al mundo de la farmacia. En esos cincuenta años don José fue testigo de cómo los medicamentos dejaron de elaborarse manualmente, llegando éstos envasados, listos para dispensarse. Y los antiguos albarelos quedaron de adorno en los estantes de la farmacia, multiplicándose en los indiscretos espejos que franquean la zona de despacho. Y detrás de los espejos, en la rebotica, María Gloria Fernández -auxiliar de la farmacia durante más de 35 años-, entre despacho y despacho, daba rienda suelta a su imaginación escribiendo bellos y entrañables poemas.

Tras la jubilación de don José ha sido el menor de sus hijos, Luis Alberto, el que ha asumido la titularidad de la farmacia de la calle Magdalena, y en este año 2013 solo queda felicitarlo por el centenario aniversario. Luis Aberto ¡felicidades! te va a tocar pagar una ronda, mejor de quina que de aspirinas.

jueves, 13 de junio de 2013

FIESTAS DE CETRO Y MITRA

-Artículo publicado en el Boletín de Noticias de El Bonillo, junio 2013-

Es posible que el almanaque de nuestro día a día, del quehacer diario, del que empieza con la salida del sol y termina con el toque de ánimas, no sea el mismo que el que marca el día de la celebración de nuestro cumpleaños, ni siquiera del día de nuestra onomástica, salvo que te bautizaran con el nombre del santo del día en que naciste. El almanaque que en los pueblos mide como pasan nuestras vidas, más que nuestros años, va unido a un arroz con patas que se hace para San Antón o a una bajada a San Sebastián a besar el dedico al santo para que no te de el garrotillo, a un jueves lardero para el día de la Candelaria, a una bata de enjablegar sacada de un baúl para vestirse de máscara, “hay que retorpe que no me conoces”, a una limosna para el día del Cristo una tarde de un cuatro de marzo, a una túnica de penitente recién planchada para una noche de jueves santo, a un toque de cencerros y campanillas para San Marcos, a una rogativa a la Virgen de Sotuélamos pidiéndole que llueva un primero de mayo, a una alfombra de tomillos y mejorana en la calle Contreras para el día del Corpus, pues tres jueves hay en el año que relucen más que el sol, jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión, a un acuerdo mediante un apretón de manos, a modo de contrato, para el día de san Pedro o a un trozo de rosca de caridad para san Antonio, a un escapulario que te ponían de chico el día de la Virgen del Carmen para que no te ahogaras en una alberca, a un montón de trigo par aventar en las eras con los remolinos de Santiago, a un enjalbriego del cinto para la feria, pues estaba puerco el del último verano, a unas luminarias de un 14 de septiembre y unos alpargates para cumplir aquella promesa de ir andando a Cortes y no enfadar a la Virgen, a un cesto de rosa para Santa Teresa dando voz al refrán de “santa Teresa rosa en mesa”, a unas mariposas en aceite para que las ánimas no penen en el mes de los santos y dejen tranquilos a los del más acá y a una palilla de tortas de chicharra hechas con la manteca del gorrino que se sacrificó llegando los primeros fríos del invierno pasando el día de la Pura.

Asi es nuestro ciclo vital, el que año tras año se repite -no con hojas del calendario, ni cumpleaños-, sino mediante celebraciones, costumbres y tradiciones que van pasando de padres a hijos y de madres a hijas, sucediéndose las mismas desde tiempo inmemorial, tal como un día lo hicieron nuestros antepasados, y así desde 1564 la procesión del Corpus se viene celebrando por las mismas calles de nuestro pueblo, desde la iglesia a la Plaza, pasando por la calle Contreras y Mayor hasta calle Santa Catalina, finalizando la misma cuando accede el cortejo por la puerta del Sol.

Es el mismo espacio con el mismo olor a mejorana y tomillo, los mismos altares en los mismos lugares, e incluso la misma colcha sacada del arca, heredada y colgada en los herrajes del balcón, que repite escena año tras año. Solo es el tiempo el que ha pasado, el que ha mudado las distintas generaciones en las calles para acompañar el cortejo, pero en la esencia la costumbre y tradición se mantienen igual que hace más cuatrocientos años.
-Calle Mayor, El Bonillo-

domingo, 26 de mayo de 2013

Frio y navajas de Albacete

-Artículo publicado en el Boletín de Noticias de El Bonillo, mayo 2013-

Frio y llanura; laderas rasas.
Frío y navajas de Albacete…
Trigales inmensos; caminos; Don Quijote y Sancho.
Y la vertiginosidad del expreso,…”

El escritor, ensayista y crítico literario José Martínez Ruiz, más conocido por el seudónimo de Azorín, no pudo evitar describir el frío de nuestra tierra mediante los citados versos a su paso por la capital en dirección a Alicante, camino de su pueblo, Monóvar.

El frío de la Mancha lo percibió cruzando la llanura montado en un tren, pues ni siquiera tuvo que bajar a la estación para definir en unas bellas metáforas, cortantes como navajas, la gélida atmósfera que llegaba hasta sus huesos. A Azorín no le hizo falta ni pisar el terruño manchego para transmitir aquella fría sensación que percibía montado en el expreso, en una tierra de paso y soledades.

El frío de nuestra tierra es compañero del viajero azoriniano, del que pasa y no se queda, es tarjeta de visita de quien en ella permanece.

Ramón que frío hizo aquel mes de febrero”, me comentaban en el pueblo, “veinticinco días estuvimos haciendo monte en Pinilla y veinticinco hielos cayeron,uno tras otro, los veinticinco días seguidos bajábamos y subíamos andando, al lado de la galera, para no quedarnos helados”. Entonces se aprovechaba los meses de invierno para cortar la madera de las sabinas, limpiarla a golpe de hacha y carearla a base de azuela, pues la misma serviría una vez curada, cuando mejorase el tiempo, para hacer tijeras, cabrios y lata, y formar el armazón de la cubierta de la casa.

Mientras Azorín acusaba el frío de la llanura encogido en el gélido vagón de un expreso, a 70 kilómetros de la capital resonaba en las escuelas de San Antón la lectura de alguno de sus textos, que de niños entonábamos siguiendo al unísono el puntero del maestro. A la salida de clase, por la tarde, embutidos en un buzo de lana gris, mientras merendábamos pan con agua y azúcar, o pan con chocolate de la marca del Cristo, o aquel “Tulicren” de tres gustos que no necesitaba frío alguno por la grasa que llevaba, apuntábamos con bolas de nieve los chupitos de hielo que en febrero pendían de las canales, pues en nuestro pueblo de nunca ha servido lo de que “en febrero busca la sombra el perro”, ya que hiela y nieva hasta en el mismísimo mes de mayo.

Son los versos del poeta Enrique Játiva los que vuelven romas aquellas heladas cortantes como navajas, que ni las cabañuelas preveían. Su lectura reconforta y aviva el rescoldo de los que un día partimos de nuestra fría tierra.

Las mortecinas ascuas del sogato
languidecen envueltas en ceniza.
Junto al fuego, hecho rosca, duerme el gato”.1

Chupitos en El Bonillo (Foto Antonio E. Fernández Chillerón)


martes, 9 de abril de 2013

AL ORO DE LA LUMBRE

-Artículo publicado Boletín de Noticias, Enero 2013-
El rescoldo de la lumbre siempre era agradecido para entrar en calor. No sólo mantenía el puchero para que a fuego lento, poco a poco -a lo largo de la mañana-, engordase el caldo, sino que además sobre unas trévedes garantizaba que el cubo de zinc, tiznado en capas de negro hollín, siempre tuviese agua caliente para cualquier tarea de la casa.

Lo mejor es la lumbre, se repetía en todas las casas, y de la misma forma, como un simpecadoconcebida, se contestaba, pero por detrás estás “helao”, y así era.

La lumbre se sujetaba con paja, pues no era cuestión que el ceporro se consumiese en un “pis pas”, y la lumbre mortecina dejaba de ser sogato y rescoldo, ahogándose bajo la paja humeante, que solo apuntaba que la leña, casi apagada, estaba en combustión.

La lumbre todo lo purificaba y secaba, desde un mengajo a unas escuálidas morcillas resecas que pendían colgadas de una escarpia, confundiéndose con el humo del fraile que remarcaba el blanco enjalbiego del último verano, a modo de sombra chinesca.

En El Bonillo los frailes agustinos que pedían limosna por las calles, desde finales del siglo XVI, repartiendo los panecicos de San Nicolás de Tolentino, vestían con hábito negro, y algún recurrente y locuaz del pueblo identificó la silueta marcada por el humo en la pared del hogar con el contraste producido por el clero regular contra las fachadas encaladas del típico paisaje manchego.

Servían unos pocos sarmientos, medidos en un haz, para calentar el aceite, dorar un diente de ajo y hacer unas gachas, comidas en un corro, mojadas a destajo. Unos retamones, con restos de retama, para avivar el caldo en una sartén de patas. Algunas brasas, no muy fuertes, para asar unos boniatos o unos cascos de patata.

Sobre la ceniza mortecina se asaban unas setas, que solo sopladas y con una pizca de sal eran un delicioso bocado, el más sencillo y delicado de los manjares.

Servía la lumbre para mitigar el primer frío, cocer las cebollas, secar la matanza, hacer el fritorio o tostar un pedazo de pan, y a la noche un huevo asado, pasado por ceniza, que no por agua, o un chorizo envuelto en papel de estraza, que a la vez extraía su peor grasa.

Secaba los pañales del recién nacido, cabrillas apuntaba en las piernas de las jóvenes muchachas, calentaba a la abuela con su pañuelo cabizbaja, saltaban chispas y espantaba piernas, pues eran unas medias recién estrenadas y mientras tanto madre, en su regazo, un cuento nos contaba, cuando sonaba el reloj al toque de las ánimas.

Oreaba la cocina, secaba los lebrillos, aireaba, mojando en la sartén, la punta la navaja, y en la noche de reyes juntaba impares botas, brillantes y engrasadas, y a la mañana siguiente mostraba los regalos en sillas de peineta de jarras y ensogadas, un par de calcetines o un coche de hojalata.

Al levantarse, sobre la ceniza caliente se arrimaba un puchero de olor a café, que más que café sólo hervía maltas, y de paso aliviaba los fríos de una pelerina llena de copos, negra y empapada, dándose la vuelta, secándose la espalda.

Y a padre, cuando pillaba un catarro, bajaba las flemas con vahos de coyentera, aspirando en un cazo, debajo de una toalla, a base de sudores que el calor le arrancaba, oliendo aquella lumbre a azúcar muy tostada.

 Lumbre mortecina de planta baja,
con ceporros de enebro,
que en vez de dar calor sólo tiznaban.
Lumbre de pobres
que ya a padre no calientas,
y en lo días más fríos,
al oro postizo a todos arrimaba,
al oro de la lumbre,
al fuego de las llamas.