“Frio
y llanura; laderas rasas.
Frío
y navajas de Albacete…
Trigales
inmensos; caminos; Don Quijote y Sancho.
Y
la vertiginosidad del expreso,…”
El
escritor, ensayista y crítico literario José Martínez Ruiz, más
conocido por el seudónimo de Azorín, no pudo evitar describir el
frío de nuestra tierra mediante los citados versos a su paso por la
capital en dirección a Alicante, camino de su pueblo, Monóvar.
El
frío de la Mancha lo percibió cruzando la llanura montado en un
tren, pues ni siquiera tuvo que bajar a la estación para definir en
unas bellas metáforas, cortantes como navajas, la gélida atmósfera
que llegaba hasta sus huesos. A Azorín no le hizo falta ni pisar el
terruño manchego para transmitir aquella fría sensación que
percibía montado en el expreso, en una tierra de paso y soledades.
El
frío de nuestra tierra es compañero del viajero azoriniano, del que
pasa y no se queda, es tarjeta de visita de quien en ella permanece.
“Ramón
que frío hizo aquel mes de febrero”, me
comentaban en el pueblo, “veinticinco
días estuvimos haciendo monte en Pinilla y veinticinco hielos
cayeron,uno tras otro, los veinticinco días seguidos bajábamos y
subíamos andando, al lado de la galera, para no quedarnos helados”.
Entonces se aprovechaba los meses de invierno
para cortar la madera de las sabinas, limpiarla a golpe de hacha y
carearla a base de azuela, pues la misma serviría una vez curada,
cuando mejorase el tiempo, para hacer tijeras, cabrios y lata, y
formar el armazón de la cubierta de la casa.
Mientras
Azorín acusaba el frío de la llanura encogido en el gélido vagón
de un expreso, a 70 kilómetros de la capital resonaba en las
escuelas de San Antón la lectura de alguno de sus textos, que de
niños entonábamos siguiendo al unísono el puntero del maestro. A
la salida de clase, por la tarde, embutidos en un buzo de lana gris,
mientras merendábamos pan con agua y azúcar, o pan con chocolate de
la marca del Cristo, o aquel “Tulicren” de tres gustos que no
necesitaba frío alguno por la grasa que llevaba, apuntábamos con
bolas de nieve los chupitos de hielo que en febrero pendían de las
canales, pues en nuestro pueblo de nunca ha servido lo de que “en
febrero busca la sombra el perro”, ya que hiela y nieva hasta
en el mismísimo mes de mayo.
Son
los versos del poeta Enrique Játiva los que vuelven romas aquellas
heladas cortantes como navajas, que ni las cabañuelas preveían. Su
lectura reconforta y aviva el rescoldo de los que un día partimos de
nuestra fría tierra.
“Las
mortecinas ascuas del sogato
languidecen
envueltas en ceniza.
Junto
al fuego, hecho rosca, duerme el gato”.1
Chupitos en El Bonillo (Foto Antonio E. Fernández Chillerón) |
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