-Artículo publicado Boletín de Noticias, Enero 2013-
El
rescoldo de la lumbre siempre era agradecido para entrar en calor. No
sólo mantenía el puchero para que a fuego lento, poco a poco -a lo
largo de la mañana-, engordase el caldo, sino que además sobre unas
trévedes garantizaba que el cubo de zinc, tiznado en capas de negro
hollín, siempre tuviese agua caliente para cualquier tarea de la
casa.
Lo
mejor es la lumbre, se repetía en todas las casas, y de la misma
forma, como un simpecadoconcebida, se contestaba, pero por detrás
estás “helao”, y así era.
La
lumbre se sujetaba con paja, pues no era cuestión que el ceporro se
consumiese en un “pis pas”, y la lumbre mortecina dejaba de ser
sogato y rescoldo, ahogándose bajo la paja humeante, que solo
apuntaba que la leña, casi apagada, estaba en combustión.
La
lumbre todo lo purificaba y secaba, desde un mengajo a unas
escuálidas morcillas resecas que pendían colgadas de una escarpia,
confundiéndose con el humo del fraile que remarcaba el blanco
enjalbiego del último verano, a modo de sombra chinesca.
En
El Bonillo los frailes agustinos que pedían limosna por las calles,
desde finales del siglo XVI, repartiendo los panecicos de San Nicolás
de Tolentino, vestían con hábito negro, y algún recurrente y
locuaz del pueblo identificó la silueta marcada por el humo en la
pared del hogar con el contraste producido por el clero regular
contra las fachadas encaladas del típico paisaje manchego.
Servían
unos pocos sarmientos, medidos en un haz, para calentar el aceite,
dorar un diente de ajo y hacer unas gachas, comidas en un corro,
mojadas a destajo. Unos retamones, con restos de retama, para avivar
el caldo en una sartén de patas. Algunas brasas, no muy fuertes,
para asar unos boniatos o unos cascos de patata.
Sobre
la ceniza mortecina se asaban unas setas, que solo sopladas y con una
pizca de sal eran un delicioso bocado, el más sencillo
y delicado de los manjares.
Servía
la lumbre para mitigar el primer frío, cocer las cebollas, secar la
matanza, hacer el fritorio o tostar un pedazo de pan, y a la noche un
huevo asado, pasado por ceniza, que no por agua, o un chorizo
envuelto en papel de estraza, que a la vez extraía su peor grasa.
Secaba
los pañales del recién nacido, cabrillas apuntaba en las piernas de
las jóvenes muchachas, calentaba a la abuela con su pañuelo
cabizbaja, saltaban chispas y espantaba piernas, pues eran unas
medias recién estrenadas y mientras tanto madre, en su regazo, un
cuento nos contaba, cuando sonaba el reloj al toque de las ánimas.
Oreaba
la cocina, secaba los lebrillos, aireaba, mojando en la sartén, la
punta la navaja, y en la noche de reyes juntaba impares botas,
brillantes y engrasadas, y a la mañana siguiente mostraba los
regalos en sillas de peineta de jarras y ensogadas, un par de
calcetines o un coche de hojalata.
Al
levantarse, sobre la ceniza caliente se arrimaba un puchero de olor a
café, que más que café sólo hervía maltas, y de paso aliviaba
los fríos de una pelerina llena de copos, negra y empapada, dándose
la vuelta, secándose la espalda.
Y
a padre, cuando pillaba un catarro, bajaba las flemas con vahos de
coyentera, aspirando en un cazo, debajo de una toalla, a base de
sudores que el calor le arrancaba, oliendo aquella lumbre a azúcar
muy tostada.
Lumbre
mortecina de planta baja,
con
ceporros de enebro,
que
en vez de dar calor sólo tiznaban.
Lumbre
de pobres
que
ya a padre no calientas,
y
en lo días más fríos,
al
oro postizo a todos arrimaba,
al
oro de la lumbre,
al
fuego de las llamas.