-Artículo publicado en el Boletín de Noticias de El Bonillo, agosto 2012-
Julio
Es posible que esa sensación que a veces tenemos de que en el pueblo se detiene el tiempo no sea una sensación, sino una realidad, no solo porque se llega a tiempo a casi todas partes, sino porque todas partes están más cerca de lo que uno piensa. En el centro de salud a las ocho y media de la mañana un paciente que había solicitado una analítica estaba un poco nervioso, pues los turnos pasaban y a él no lo llamaban, se dirigió a D. Juan, el practicante, y D. Juan le indicó amablemente que no estaba en la lista, -¿pero cómo no voy a estar en la lista si tengo cita para el jueves 12 a las ocho de la mañana?-, insiste el paciente. -Hoy estamos a diez de julio- le aclaró D. Juan, y así era, por una equivocación el paciente se había adelantado dos días para no hacer tarde y llegó a su cita el día 10 de julio, día de San Cristóbal, dos días ante de que le tocase hacerse la analítica, todo debía de ser de lo más normal, pues también el día de San Cristóbal se había adelantado y celebrado dos días antes de su onomástica, y así se celebró el sábado 8 de julio.
Sin prisas, todo sin prisas, pues aún tuve tiempo, después de llevar a mi madre al médico, de recoger el pan, comprar en casa de Natalio, asistir a un funeral, saludar a unas primas de mi mujer y recoger el periódico, las diez y media de la mañana, no en el reloj de la torre, sino en Sol radio de El Bonillo, que sonaba en el hilo musical de la cocina de casa, mientras tomaba un cola cao con mis hijos. -Papá han apagado las gallinas- me indica mi hija Carla, pues este año no se oían los gallos en el corral de mi vecino Francisco, -no hija las gallinas no se apagan, pues no gastan pilas y no se oyen porque las han llevado al campo -le indiqué-, las once menos cuarto de la mañana y el tiempo pasa, pero sin prisas, juntando a amigos de infancia, entrados ya en edad, en los bancos de la plaza. El reloj de la torre marca en lentas campanadas otra hora más del día, las once de la mañana, al parecer en Europa, con prisas, la prima de riesgo se desbocaba.
Agosto
Y llegó la feria, puntual chupinazo a las siete de la tarde, eso sí con más calor de lo habitual, otro año más nos vemos y nos saludamos en ese gran pasillo que durante unos días une nuestras casas, en la calle de la Magdalena, allí nos saludamos todos, venidos de todas partes, de Suiza a El Bonillo pasando por Cataluña, País Vasco-Madrid, Valencia-Alicante y también de Andalucía. La crisis no es la causante de hacernos volver a los pueblos cada año, nos hace volver la familia, los amigos y algo innato que te acerca a aquellos primeros recuerdos de la niñez, a aquellas primeras ferias cogido de la mano de tu padre tentando la suerte al corte de la navaja que ofrece un navajero procedente de Infantes, a las primeras salidas fuera de hora, a la estrena de unos zapatos de reluciente charol que se hincan y no protestas, al tren de Cartola que nos molía a escobazos, a las voladoras de Fuente Álamo, a un cúmulo de sensaciones irrepetibles que año tras año, sin prisas, te atan y devuelven al terruño que te vio nacer.
Vestidos de domingo contemplamos las carrozas el día de la apertura, es diez de agosto, la banda de música reaviva el ambiente, no hay sitio en las terrazas y la chocolatería a las dos de la mañana es un hervidero de gente. Cucaña, gymkhana, vaquillas, competiciones, cuenta cuentos, exposiciones, así es la feria. ¡Impresionante! la exposición de “Fauna de Albacete”, en acuarelas, de Jesús Alarcón Utrilla. Celtas Cortos convenció a los que un día conocimos una marca de tabaco con nombre similar al del grupo, antes de que el tabaco matase, -Bonillo-Nación-Anarquía-, repetía una y otra vez el guitarrista Jesús Cifuentes, incongruencias de la edad. La Pegatina convenció a los que no sabían que Celtas Cortos también era una marca de tabaco, el chester obrero, y llenaron el pabellón hasta las asas y el grupo de teatro el Requete fue la delicia de una plaza llena de gente, donde todos disfrutamos y reímos con la bruja y don Conrado y no hicieron viajar con el popurrí musical del baúl de los recuerdos, hasta el punto de que uno de los actores nos tuvo que invitar a dejar los asientos, pues aunque el sainete había terminado el público aún quería más, y allí bajo una noche estrellada salpicada de luces de feria, en una estampa vandelviresca, nadie tenía prisas por abandonar la plaza.